Hace
algunos años, me invitaron a asistir a una conferencia con un especialista
sobre Bullying. Durante aproximadamente hora y media, el conferencista se
dedicó a darnos cifras ALARMANTES sobre los incidentes de bullying, que según
explicaba, cada vez eran más frecuentes y terribles entre los estudiantes.
Las imágenes y las historias que nos compartió,
lograron que la mayoría de los asistentes a la
conferencia se sintieran indignados y molestos con tan solo escuchar la palabra
BULLY. Sin embargo, mientras yo escuchaba al conferencista, no dejaba de rondar
en mi cabeza la idea de que los “Bullys” de los que hablaba, también
eran niños y seres humanos con emociones como las de todos los demás.
Sabiendo de antemano que la culpa es una emoción
que nos hace sentir que hemos causado un daño, y que nos impulsa a reparar
nuestros errores, al finalizar la plática me acerqué al conferencista y le
pregunté:
—Disculpe, y ¿qué pasaría si los maestros
habláramos con un niño que está actuando como bully, y lográramos atravesar la
barrera de su enojo para hacerle sentir culpable por lo que hizo?
Después de una breve pausa, el especialista me
contesto:
—Si eso fuera posible, probablemente ese niño la
pensaría dos veces antes de volver a lastimar a su compañero.
—¿Y si cada vez que uno de esos niños a los que
llamamos bullys, les hiciéramos entrar en contacto con su sentimiento de culpa
para que sientan el dolor que han causado en sus compañeros? —le pregunté de
nuevo.
—Tal vez lograríamos hacer que un bully dejara de
ser bully. Pero eso es muy difícil —me contestó con seguridad el conferencista.
—La mayoría de las veces es casi imposible que un bully deje de serlo. A quien
tenemos que proteger es a las víctimas.
Agradecí al psicólogo por su tiempo, y me despedí
pensando que tal vez no era tan difícil llegar al corazón de un bully. Después
de todo, esos a los que llamamos bullys también son niños y nunca, después de
muchos años de trabajar con niños y adolescentes de todas las edades, he
conocido a uno que desde el fondo de su corazón sea malo. Aquellos a quienes en
ocasiones juzgamos como malos, en realidad son los más lastimados y sólo tratan
de protegerse a través de su enojo.
Un par de semanas después, llegó el día en el que
tendría la oportunidad de probar mi teoría. Una tarde, al recoger a mi hijo de
su clase de fútbol, lo encontré bañado en lágrimas. Porque un compañero de su
equipo, a quien para fines de esta historia le vamos a llamar Mario, le había
hecho bullying durante toda la clase. Le había dicho cosas como: “eres un
tonto y no sabes patear la pelota, tienes piernas de niña, solo los tontos le
pegan a la pelota como tú”, y un sinfín de frases a través de las cuales
“Mario”, intentaba hacer sentir a mi hijo menos valioso.
Mi corazón de mamá herida me impulsaba a sacudir al
pequeño y a gritarle: NO TE VUELVAS A METER CON MI HIJO PORQUE TE LAS VAS A VER
CONMIGO. Pero, en el fondo sabía que entonces la que estaría haciendo bullying
sería yo. Así que, decidí poner a prueba lo que yo misma le había cuestionado
al conferencista. Me tranquilicé y le pedí permiso al maestro para hablar con
Mario la siguiente clase. Dos días después, me encontraba sentada frente a
Mario, y con mi hijo sentado a mi costado. Entonces, le pregunté:
—Mario…¿Te acuerdas lo que le dijiste a mi hijo
la clase pasada?
—Si —me contestó entre dientes.
—¿Me puedes decir lo que le dijiste?
Con la cara cabizbaja que reflejaba su sentimiento
de vergüenza, el niño me repitió algunas de las frases que le había dicho a mi
hijo. Después de escucharlo le pregunté con voz suave.
—¿Y cuando le dices eso a mi hijo, te sientes muy
contento por haberlo ofendido?
—No —me contestó con su cabeza.
—¿Te has puesto a pensar cómo se sintió mi hijo
cuando le dijiste esas frases?
—Mal…pero es que eso me dicen a mi cuando juego
fútbol en mi escuela —me contestó tratando de justificar sus acciones.
—Me imagino que eso que te dicen te hace sentir
triste —le contesté.
—Si…se siente feo —me contestó con lágrimas en
sus ojos.
—Entonces, ¿si entiendes cómo se sintió mi hijo la
clase pasada cuando escuchó tus palabras?
Tras unos segundos de silencio, sin que yo tuviera
que decir más, el niño volteó a ver a mi hijo y le dijo: ¿Me perdonas? ya no lo
vuelvo a hacer. Y mi hijo, que había escuchado toda la conversación y había podido
conectar con la tristeza de su compañero, sin pensarlo le contestó:
—Si ¿Amigos?
De pronto, ambos comenzaron a jugar con la pelota.
y el niño que dos días antes había parecido como el TERRIBLE BULLY que ponía en
peligro el auto estima de mi hijo, se había convertido en un ser humano
pequeño, en proceso de aprender a manejar su enojo, a regular las palabras que
salen de su boca, a contactar con los sentimientos de los demás y a comprender
que en este mundo nuestras acciones tienen consecuencias que afectan a los
demás.
Mario, no volvió a faltarle al respeto a mi hijo. Y
desde entonces, recuerdo que atrás de todo BULLY, si sabemos cómo hablar de
corazón a corazón, podemos encontrar a un ser humano lastimado que tal vez,
también necesita nuestra ayuda. Que los padres de familia y maestros de estas
nuevas generaciones, no seamos los BULLYS de los niños a quienes llamamos
BULLYS porque si no, la cadenita nunca va a terminar.