Cuentan que hace tiempo estaba una mujer, apasionada por formar una familia perfectamente feliz, sembrando un árbol en el centro de su jardín. Era un árbol alto y hermoso, con ramas que se esparcían en una bella copa hacía los lados. Para ella parecía el árbol perfecto.
“Árbol, bienvenido a esta familia”, dijo la señora al terminar de admirarlo. “Debes saber que tú, al igual que yo estás en estas aquí para dar lo mejor de ti”, por lo que te pido que siempre estés listo para compartir tus mejores flores. Con ellas voy a decorar mi casa para que cuando lleguen mis hijos o mi esposo siempre haya un aroma fresco y colores que les alegren el día”.
Afortunadamente, era primavera. Por lo que el árbol, sintiéndose bienvenido a su nuevo hogar, se esforzaba todos los días por dar las flores más hermosas, con los colores más brillantes y la fragancia más dulce; mientras que observaba a su dueña desvivirse por lograr el hogar más feliz y perfecto que pudiera existir. La mujer siempre estaba lista para cuando sus hijos y su esposo la necesitaban. Iba, venía, subía y bajaba sin descanso, lista para atender y resolver todas las emergencias. El árbol observaba con admiración a la incansable mujer, porque cualquier cosa que necesitara su familia ella estaba ahí para todos, en todo momento. La mejor sonrisa, el más cálido de sus abrazos, las palabras de mayor consuelo, y la comida más deliciosa siempre estaba servida en la mesa.
Pasaron los meses y pronto llegó el verano. Entonces, la señora se acercó a su árbol para darle las gracias y advertirle que ahora debía redoblar esfuerzos. “Deberás darle a mi familia los frutos más dulces y jugosos. Así, podremos continuar la labor de tener la familia perfecta y feliz”. Sin dudarlo, el árbol comenzó a ofrecer los frutos más suculentos de toda la región, mientras veía como su dueña continuaba su imparable labor de darle a sus hijos y a su esposo los frutos del amor incondicional. Ese verano, la mujer parecía un bólido de momentos alegres, de soluciones perfectas para sus hijos y de la mejor sonrisa para su esposo mientras que árbol también se esforzaba como nunca lo había hecho, para dar la sombra más fresca a los niños durante los días calurosos.
Después de muchos días llenos de alegría y risas, llegó el Otoño. “Por fín ha llegado mi tiempo de descansar”, pensó el árbol. Fue así como el primer día del cambio de estación, comenzó a deshacerse de algunas de sus hojas, que por el tiempo que llevaban soportando el sol, se habían secado. “¡Qué haces!”, exclamó la mujer cuando vio que el árbol comenzaba a deshojarse. “En esta familia, tú y yo siempre debemos estar para todos en la mejor de las condiciones. Así que ni se te ocurra dejar tus ramas desnudas se ven horribles. Recuerda, todos necesitan de ti”. Sorprendido por la angustia de su dueña, el árbol detuvo otra de las hojitas que estaba a punto de caer. Y así fue como durante el otoño este fiel compañero, hizo un esfuerzo sobrenatural para mantener la mayoría de sus hojas en sus ramas, mientras veía que, aunque su dueña también necesitaba descanso, corría día y noche para velar por el bienestar de su familia.
Pasaron lo que para el árbol fueron los meses más lentos de su vida y finalmente llegó el invierno. Esa mañana, el árbol estaba feliz. “¡Lo logré, ahora sí me toca dormir unos meses para renovar mis fuerzas!”, pensó. Y justo cuando estaba a punto de soltar todas sus hojas de colores, rojo, café y amarillo, escuchó una voz que decía: “Árbol, es hora de compartir más amor y alegría que nunca. ¡Llegó la Navidad!” Era su dueña, que salió esa mañana a gran velocidad después de tomarse cuatro tasas de café. Del susto, el árbol soltó todas sus hojas amarillas, naranjas y cafés. “¿Qué haces?, no es momento de rendirte. Es momento de sonreír y alegrar el ambiente”, dijo la señora mientras limpiaba rápidamente todo el tiradero que había hecho el árbol en el jardín. “No te preocupes, sólo falta la Navidad. Y las hojas que se quedaron en tus ramas son rojas, así que combinarás perfecto con las nochebuenas que pensaba poner alrededor de tu tronco”.
Así fue como el árbol vivió la Navidad más cansada de su vida. Haciendo un esfuerzo sobrenatural para complacer a su dueña, conservando todas sus hojas rojas.
Pasaron los meses y en la última noche del invierno la mujer salió con el árbol para darle las gracias y llenar su tierra de nutrientes y vitaminas. Se acercaba la primavera y el árbol debía florear de nuevo. Sin embargo, cuando salió se encontró con una sorpresa. El árbol había soltado todas sus hojas y su tronco parecía muy seco, como sin vida, apagado y enfermo. “¿Qué te pasa?”, le preguntó la mujer a su árbol. De pronto, apareció un bellísimo ser formado de una luz cristalina, que hablaba con la voz más suave y amorosa que pudiera escucharse sobre la faz de la Tierra, era la madre naturaleza. “Me parece que tú y el árbol han olvidado que todo ser que proviene de mi tiene ciclos para dar y compartir, y ciclos para recibir, descansar y dejar ir. Y cuando estos ciclos no se respetan, se pierde el equilibrio y aparece la enfermedad. Detente y observa cómo te sientes”.
La mujer tomó un respiro profundo, bajó la mirada y de pronto contactó con el cansancio acumulado que también ella sentía de estar en todo momento para sus hijos, el estrés de querer mantener a todo el mundo contento en cada minuto del día, la tensión de nunca permitirse cometer errores ni sentir tristeza. Ella también había tratado de ser una flor para todos, todo el año sin descanso. En ese momento, la mujer se permitió sentir una profunda tristeza que tenía varios meses tocando la puerta de su alma. Esa tristeza, que cada vez se sentía más como un vacío, le avisaba desde tiempo atrás que se había olvidado de si misma, había dejado de cuidar su cuerpo, había olvidado que ella también merecía recibir cariño y renovar fuerzas, así como los árboles lo hacen durante el otoño y el invierno.
“Ni los árboles, ni los hombres, pueden ser felices si no respetan sus ciclos. Tener una familia feliz, no significa dar, dar, dar sin recibir o estar felices todo el tiempo. Significa vivir el equilibrio entre los momentos de alegría y de tristeza, entre cuidar el afuera y cuidar el adentro. Cada otoño, cuando los árboles dejan ir sus hojas, pretendo recordarles a los seres humanos la importancia de permitirse liberar las emociones negativas que de manera natural se acumulan en ustedes. Los árboles se limpian al dejar ir sus hojas, ustedes lo hacen cuando permiten que las lagrimas y la tensión salga de su cuerpo. Por eso, sentir tristeza es parte del camino hacía una vida feliz. Y cada invierno, cuando los árboles duermen, deseo recordarles a los seres humanos que también necesitan descanso. Sin embargo, parece que cada día, hay más personas que ignoran estos ciclos, dejando de contactar con lo que sus emociones negativas les comunican, hasta que finalmente se enferman. Si deseas que tu árbol vuelva a florecer, necesitas darle tiempo de descanso, tiempo para dejar ir lo que no necesita como las hojas secas. Pero debes recordar que el árbol no es el único. Los seres humanos pueden durar más tiempo sin respetar sus ciclos. Sin embargo, tarde o temprano el cuerpo termina hablando. Si en verdad deseas una familia feliz, enséñales a tus hijos a respetar los ciclos naturales de la vida”.
Escrito con mucho cariño para todos aquellos padres que en ocasiones olvidan amarse a sí mismos. Para todas aquellas madres que se sienten culpables por tomarse un tiempo de descanso, para aquellos que se angustian sólo por sentir tristeza, en lugar de escuchar lo que esta tiene que decirles. Y para que los padres de las nuevas generaciones, en lugar de enseñarles a sus hijos que deben estar felices todo el tiempo, les enseñen a contactar, entender y manejar sus emociones con inteligencia.